De un joven alemán a un fallero de corazón
Era finales de febrero de 1984. En una cafetería universitaria de Alemania, un joven estudiante tomaba su café matutino, absorto en sus pensamientos, mientras afuera el invierno seguía mostrando su cara más gris. Un amigo se le acercó, malhumorado, quejándose del tiempo: frío, lluvia fina, cielos plomizos… una monotonía interminable.
—Necesitamos sol. Y un cambio de aires, dijo el joven, dejando la taza vacía sobre la mesa.
—Pues vámonos al sur, respondió su amigo.
Así, sin pensarlo demasiado, empacaron unas cuantas cosas, subieron al viejo coche del estudiante y comenzaron un viaje sin destino concreto, siguiendo simplemente la intuición… y el sol. Tras dieciséis horas de conducción casi ininterrumpida, el mar Mediterráneo les dio la bienvenida en la Côte d’Azur.
Allí, en un pequeño camping junto a la costa, levantaron su tienda de campaña y respiraron por fin la primera brisa cálida de la primavera. Durante varios días recorrieron los alrededores: el encanto de Niza, la elegancia de Mónaco, el glamour de Cannes, y las callejuelas medievales de Èze. Pero pronto sintieron que el viaje debía continuar.
Su brújula interior apuntaba más al suroeste. Cruzaron la frontera, y dos semanas después, con el Mediterráneo como compañero, llegaron a Barcelona. La ciudad, tan alabada por tantos, les dejó fríos: demasiado turismo, demasiadas expectativas y pocas emociones reales. Visitaron la Sagrada Familia, tomaron unas fotos —y poco más. El joven estudiante, incluso hoy, aún no comprende cómo tanta gente puede considerarla fascinante.
—Aburrida hasta decir basta, pensó. Y llena de carteristas.
Así que siguieron su camino. Y ese camino los llevó, casi por azar… a Valencia.
Y allí todo cambió.

Era marzo, y la ciudad entera estaba inmersa en un estallido de luz, color y pólvora. Sin saberlo, habían llegado justo en medio de las Fallas. Desde el primer instante quedaron atrapados por la magia de la fiesta. Frente a la Plaza de la Reina, observaron la Ofrenda a la Virgen de los Desamparados. Las flores, la música, los trajes, la emoción… todo parecía salido de otro mundo.
Un grupo de falleros que hablaban inglés se les acercó y, con la hospitalidad tan típica del pueblo valenciano, los invitaron a compartir con ellos la fiesta desde dentro. Y aceptaron.
Aquellos días se convirtieron en una experiencia irrepetible. Participaron en comidas populares, escucharon bandas de música recorrer las calles, rieron, bailaron y sintieron cómo la ciudad entera vibraba al ritmo de la pólvora y el fuego. Asistieron a la Mascletà, se emocionaron con la Ofrena, y finalmente, con el corazón encogido, presenciaron la Cremà, el instante en que las fallas arden y el ciclo se renueva.
El joven estudiante absorbía cada instante con una intensidad casi espiritual: los colores, el olor a pólvora, las risas de la gente, los abrazos, las lágrimas de emoción… Era como si toda una ciudad se fundiera en una sola alma. Aquel fuego le marcó para siempre.
Tras una estancia más larga de lo previsto —era imposible irse de allí—, continuaron su ruta hacia Madrid, cruzaron el país rumbo a Portugal, pasaron la Semana Santa en Nazaré y, finalmente, alcanzaron Marruecos antes de regresar a Alemania, justo al final del verano.
Había perdido un semestre en la universidad, sí, pero había ganado algo mucho más valioso: una nueva forma de entender la vida.
Pasaron los años. La vida siguió su curso. El joven alemán terminó sus estudios, construyó su camino y, por obra del destino, conoció a una mujer —su segunda esposa—, criada en Alemania pero con raíces familiares en Valencia.
Y así, en 2003, el círculo comenzó a cerrarse: la pareja decidió dejar Alemania y trasladarse a España. Su nuevo hogar, inevitablemente, fue Valencia.
El reencuentro con las Fallas fue como volver a casa. Al principio las vivió como espectador, pero pronto comprendió que estar solo “mirando” no era suficiente. Había algo en su interior que le pedía más: formar parte de esa energía, de esa comunidad, de esa pasión.
Tras un paso por otra comisión, el destino le puso en el camino a Mariano, amigo de su esposa y un valenciano auténtico que, con insistencia y cariño, convenció a toda la familia para unirse a la Falla Artes y Oficios Actor Llorens. Desde el primer día, fueron recibidos con los brazos abiertos. Allí encontró lo que llevaba años buscando: autenticidad, cultura, amistad y vida.
Porque esta Falla no solo celebra las Fallas: las vive todo el año. Cada encuentro, cada risa, cada trabajo conjunto es una muestra de lo que realmente significa ser fallero.
Las Fallas son convivencia, respeto, tolerancia y aceptación. Son el arte de compartir, de reír juntos y de llorar juntos. Son una escuela de humanidad donde todas las generaciones se mezclan y donde, como él mismo descubrió, la edad no importa cuando se comparte el corazón.
Hoy, aquel joven estudiante de 1984, que un día cruzó media Europa buscando el sol, es un fallero más de Artes y Oficios Actor Llorens. Ha aprendido que las verdaderas raíces no siempre nacen donde uno nace, sino donde uno decide quedarse.
Y en su caso, ese lugar se llama Valencia, y su hogar, la Falla Artes y Oficios Actor Llorens.
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